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Fuente: Yoamomiplaya.com

Un testimonio de Nadia Balducci

Odio las cañitas. Odio ese sonido del que apura el último trago de una limonada en un vaso descartable. Odio los cadáveres mordisqueados que deja la gente sobre el mantel cuando ha terminado su cocktail. Esto no siempre ha sido así, de hecho he usado cientos de cañitas en mi vida. Tal vez miles.  Se calcula que los estadounidenses, por ejemplo, consumen doce a la semana y seiscientas al año. Las cañitas son descartables pero son para siempre. Las más comunes no son biodegradables porque están hechas de propileno (plástico #5), un derivado del petróleo. Empecé a pensar en lo inservibles que son porque trabajo dando charlas sobre la contaminación en el mar. Así supe que las cañitas, que pasan fugaces por nuestros labios, terminan dando vueltas para siempre en el océano. The Ocean Conservancy, una ONG que limpia playas en todo el mundo, encontró en 2010 casi medio millón en las arenas de varios continentes. La imagen de kilómetros y kilómetros de pajitas inservibles una detrás de la otra me parece tan horrible, que desde entonces he renunciado a ellas.

Las cañitas están diseñadas para usarse por una sola persona, una sola vez, en una sola bebida. Son cómplices de un estilo de vida descartable y superfluo. Pero no siempre fue así. Las primeras cañitas modernas eran tallos de centeno que se utilizaban para beber mint juleps en el siglo XIX. Hasta que en 1880 un periodista e inventor llamado Marvin Chester Stone se cansó del sabor vegetal que dejaban en su bebida y decidió enrollar papel en un lápiz y pegar los extremos con goma. Después empezó a recubrir su invento con cera. Las cañitas fueron rígidas hasta el siglo siguiente cuando Joseph B. Friedman agregó al diseño una especie de acordeón para que pudieran doblarse. Había visto a su hija beber un milkshake con dificultad y pensó en un modo de hacerlas flexibles. Su idea fue un éxito en los hospitales —uno de los cuales hizo el primer pedido a Friedman—, donde los enfermos también batallaban para beber mientras estaban acostados. Las cañitas eran artefactos que solucionaban problemas concretos. Después de todo ¿quién necesita de verdad un minúsculo tubo para saciar la sed? Tal vez sólo sus usuarios iniciales: los niños y algunas personas con discapacidades físicas. Para el resto de nosotros son accesorios casi invisibles. Estamos tan acostumbrados a recibir una cañita con cualquier bebida, que ni siquiera reparamos en su existencia e inutilidad. ¿Por qué necesitamos proteger nuestros labios del contacto con el líquido que nos echamos a la garganta?

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Desde que empecé a odiar a las cañitas rechazo todas las que me ofrecen. Cuando tengo ganas de una cremolada pido una cucharita metálica para comerla. Y si en algún restaurante me entregan un vaso con la cañita dentro termino sermoneando al encargado sobre la importancia de preguntar antes a sus clientes si van a querer una pajita con su orden. En mi última fiesta de cumpleaños, en la playa en San Bartolo, prohibí el uso de cañitas entre los asistentes. Bebiéramos lo que bebiéramos, debíamos hacerlo directo del vaso. Una amiga se negó. Dijo que no podía beber alcohol sin un sorbete. Y como yo había anunciado con antelación que sería una fiesta libre de cañitas, se trajo una en el bolsillo. Algunas de mis amigas se incomodan cuando me enfrento a los meseros que clavan una pajita en mi vaso sin antes consultarme. Pero sé que el cambio mayor empieza en miniatura, y es contagioso: ahora cuando salgo a cenar con mi familia ya nadie pide cañita. Y sé que hay otros que hacen lo mismo. En Estados Unidos, un niño de nueve años lanzó una campaña para reducir el uso de cañitas en todo el país. Ya ha conseguido que algunos restaurantes firmen un compromiso para hacerlo y el hijo de Jacques Cousteau le dio un premio por su iniciativa. En Inglaterra hay una campaña llamada Straw Wars, que pretende eliminar el uso de este inútil artículo plástico. La guerra contra las cañitas puede parecer otro capricho ecológico, como renunciar a las bolsas plásticas a la hora de hacer la compra o cargar un termo para el agua o el café. A fin de cuentas, es sólo un pequeño artículo relleno de aire.

Cañita, carrizo, pajita, absorbente, pitillo, bombilla, popote. Las cañitas son tantas como sus nombres en castellano. Y pueden sonar inocentes e inofensivas, pero todas juntas son una plaga. Desde su fabricación (que suele ser contaminante) hasta que terminan en los botaderos (en el mejor de los casos), van dejando un rastro de residuos. Están en el top ten de la basura plástica en las playas. Y si llegan al océano terminarán convertidos en un confeti plástico que envenena a peces y otras especies, incapaces de digerirlo. A los seres humanos también nos cuesta digerir las cifras y datos que nos hablan del daño al medio ambiente. Un reporte de la ONU de 2006, por ejemplo, indica que el océano contiene dieciocho mil fragmentos de plástico por kilómetro cuadrado. Es tan gigante el mar y son tantos esos contaminantes que nos sentimos incapaces de hacer algo para remediarlo. Como me gano la vida dando charlas sobre la contaminación del mar, a menudo me encuentro con gente que me felicita con una palmadita en el hombro: qué lindo tu trabajo. O que me escucha como si estuviera sermoneando. O que cree que los problemas ambientales son cosas de gobernantes y activistas de Greenpeace. Pero es distinto si miramos las acciones que tenemos al alcance de la mano. Como rechazar una cañita cada día. Reconozco que puede ser incómodo: cuando renuncié a las botellas de plástico me enfrenté al engorroso lío de recordar llenar y llevar el tomatodo.

Antes el peor pecado que se cometía con una cañita era ese molesto sonido plástico que uno hace al sorber. Un gesto del distraído o del goloso. Del que no se ha dado cuenta que ya se terminó la limonada o del que quiere seguir saboreando un milkshake en un vaso vacío. Esa falta de modales se ha convertido en una amenaza para el planeta.

En mi última fiesta de cumpleaños, mientras veía a mi amiga sorber de ese ofensivo plástico que yo había vetado, pensaba en la playa donde transcurrió mi infancia y donde mis papás se preocuparon por enseñarnos a cuidar el océano. Ahí aprendí a surfear y también a amarrar a mi tabla las bolsas de plástico que encontraba en las olas para sacarlas del mar. Rescatar una cañita flotante entre la marea es casi imposible. Resulta más fácil evitar que llegue ahí.

 

Publicado en Etiqueta Verde.

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